Veréis...
en el Café Gijón nadie me trae mi vaso de agua.
Resulta incandescente la tediosa costumbre
de limitar los objetos humanos.
La nariz ancha, los pómulos hundidos.
Mi cuerpo presiente el hielo
pero jamás las manos o el fuego
(tampoco la lluvia).
No. No me quemo
pero mucho menos
vivo.
Hablan de las moscas que se posan
en sus hombros de algodón:
que si esa verborrea acuosa
y todas las bocas vacías.
Casi presiento el desastre níveo de la adolescencia
y me parece indescifrable
el simple crucigrama de tu cuerpo.
Aún recuerdo bosques como copas de vino
ninfas, manantiales de sexo
aterciopelado.
Aunque ahora sólo me limito a
desentrañar ceniceros, a darle alas
a los gatos, a escapar de los
pasos muertos
.
*